Tan rota que hace daño a todos los de su alrededor,
que corta con sus pinchos afilados,
que araña con sus garras de diablo,
de demonio armado.
Armado de valor y coraje para luchar contra todo,
para sobrevivir en este mundo cruel...
Para ella, indefensa, y para él, adherido a su hilo.
Ese pequeño e insignificante hilo que les une,
que jamás les separa y que ni el cielo, ni el aire ni la
mismísima Tierra puede con él.
Con ellos. Con su amor.
Esa chica triste que escribe tras una pantalla, contando y
desvelando sus sentimientos a desconocidos porque es lo único que le queda.
Rota y consumiéndose como todos los cigarros que jamás tomó.
Consumiéndose como el fuego en cenizas después del baile de
máscaras...
¿El baile de máscaras?, enmascarada toda su vida con una
falsa sonrisa que hacía creer al mundo entero que era la niña feliz que todo lo
tenía.
Esa chica.
Esa chica valiente y fugaz, como las estrellas
que pasaban esas noches,
las noches en las que miraba el cielo y pedía a Dios que le
llevara con él, que no podía más.
Pero esa chica siguió luchando por su vida,
por la vida de los de su alrededor, que heridos y sangrando
yacían en el suelo,
que a gritos pedían ayuda.
Ella no sabía qué hacer, pues tantos gritos había pegado en
el silencio y nadie la había ayudado jamás que decidió huir y dejarles ahí.
Pero qué más da, la chica moriría de autenticidad.
Volvió, y
se salvó.
Sí sí, no les salvó a ellos, se salvó a sí misma. Regresó
armada y segura de que podría con todo.
Y así es como los salvó. A sus seres queridos, a todo su
alrededor.
Porque ella volvió, ella continuó su camino, luchó.
Luchó hasta el final,
¡qué digo hasta el final!, luchó toda una eternidad.
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